LA LITURGIA DE LAS HORAS
EN MANOS DE LOS FIELES
1. LA LITURGIA DE LAS HORAS, FUNCIÓN DE TODOS LOS BAUTIZADOS
La Liturgia de las Horas es la oración de la Iglesia que alabando a Dios
e intercediendo por los hombres, prolonga en la tierra la función
sacerdotal de Cristo. Ahora bien, la Iglesia la forman todos «aquellos
hombres a los que Cristo ha hecho miembros de su Cuerpo, la Iglesia,
mediante el sacramento del bautismo», no únicamente una parte de ellos;
por consiguiente, la Liturgia de las Horas «pertenece a todo el cuerpo
de la Iglesia», no sólo a los sacerdotes y religiosos contemplativos,
como se ha venido pensando durante los últimos siglos. La capacitación
para tomar parte en esta oración no es, por tanto, consecuencia del
sacramento del orden ni de la profesión monástica, sino del bautismo y
de la confirmación. La entrega del Padrenuestro a los catecúmenos, tal
como se realiza en la iniciación cristiana de adultos, viene a ser como
el rito expresivo de que todo bautizado recibe la misión de orar en
nombre y como miembro de la Iglesia. Este libro que hoy ponemos en manos
de los fieles quiere, pues, devolver la oración eclesial a sus
verdaderos destinatarios, es decir, a todos los bautizados.
2. LOS LAICOS ABANDONAN PRONTO LA LITURGIA DE LAS HORAS
Por diversos avatares de la historia, sobre todo cuando, a raíz del
nacimiento de las lenguas vernáculas, el latín pasó a ser dominio
exclusivo de los clérigos, los laicos fueran abandonando l participación
en la oración común de la Iglesia, y el Oficio divino quedó cada vez
más en manos de sólo los clérigos y los monjes; con ello, aunque el
Breviario continuó llamándose «oración de la Iglesia», en realidad, se
convirtió en plegaria exclusivamente monástica y clerical. Y lo que al
principio fue sólo práctica decadente – los laicos, de hecho, no
participaban en la salmodia eclesial – se erigió después casi en
principio doctrinal: rezar el Oficio divino se presentó como competencia
exclusiva de los sacerdotes y monjes. A partir de esta visión, el rezo
de la Liturgia de las Horas empezó a relacionarse, no con el bautismo,
que nos incorpora a la Iglesia, sino con la ordenación o con la
profesión monástica, que da únicamente una función determinada o
consagra un carisma particular. Esta visión, ciertamente inadecuada,
debe corregirse, y el Oficio divino debe volver a aparecer como la
oración de todos los bautizados.
3. VER LA ORACIÓN LITÚRGICA COMO FUNCIÓN PROPIA DE CLÉRIGOS Y MONJES HA PERDURADO HASTA NUESTROS DÍAS
Ver la oración eclesial como función exclusiva de clérigos y monjes no
ha sido simple fenómeno pasajero, sino que ha perdurado prácticamente
hasta nuestros días. Por ello, no hay que extrañar demasiado las
dificultades que se presentan al restituir su uso entre los fieles; ni
el mismo Vaticano II logró erradicar totalmente esta limitada e inexacta
visión. En efecto, casi en nuestros días (1947), Pío XII afirma aún en
la encíclica Mediator Dei que «el Oficio divino es la oración del cuerpo
místico de Cristo… cuando lo rezan los sacerdotes, los ministros de
la Iglesia o los religiosos delegados por la misma Iglesia para esta
función». Y el Vaticano II, a pesar de su renovada eclesiología, repite
de nuevo los mismos conceptos al decir que «cuando los sacerdotes y
todos aquellos que han sido destinados a esta función por institución de
la Iglesia cumplen debidamente ese admirable canto de alabanza. –
entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo». Es
verdad que el Vaticano II empieza a abrir la oración eclesial a los
laicos al afirmar que «cuando los fieles oran junto con el sacerdote» 5
también se realiza por medio de ellos la oración de la Iglesia; pero
esta apertura a los simples bautizados es aún muy tímida, ya que el
Concilio, para que se dé verdadera oración eclesial por parte de los
laicos, pone como condición que éstos recen el Oficio conjuntamente con
los sacerdotes; en el fondo, por tanto, persevera la visión de que la
oración eclesial está más relacionada con la ordenación que con el
bautismo, es más clerical que cristiana.
4. PRIMEROS PASOS EN EL RETORNO DE LA ORACIÓN DE LA IGLESIA A TODOS LOS FIELES
Un primer paso, que hoy puede parecer pequeño, pero que fue ya
significativo, en la progresiva apertura de la oración eclesial al
Conjunto de todos los bautizados, fue el motu proprio de Pablo VI
Ecclesiae sanctae (1966). En este documento se recomienda a los miembros
de los Institutos religiosos que adopten por lo menos las Horas
principales de la Liturgia de las Horas y con ellas substituyan los
antiguos Oficios parvos a los que estaban habituados. Así, dice el Papa,
«participarán más plenamente en la vida litúrgica de la Iglesia».
Estamos ciertamente aún muy lejos de que la oración litúrgica se abra a
todos los bautizados, pero su rezo empieza ya a sobrepasar la antigua
frontera de sólo los clérigos y monjes contemplativos.
5. LA CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA «LAUDIS CANTICUM» RESTITUYE A TODOS LOS
BAUTIZADOS LA ORACIÓN LITÚRGICA, QUE POR PROPIA NATURALEZA LES PERTENECE
Los progresivos pasos de apertura de la oración litúrgica a todos los
bautizados, que tímidamente se inician con Pío XII y van avanzando con
una mayor pujanza, se manifiestan en los documentos conciliares, y
alcanzan finalmente su término definitivo en los dos documentos
preliminares de la nueva Liturgia de las Horas, la Constitución
apostólica Laudis canticum y los Principios y Normas generales de la
Liturgia de las Horas. En ambos documentos se afirma sin equívocos que
el Oficio divino corresponde a todos los bautizados. En efecto, la
Constitución apostólica Laudis canticum afirma con toda claridad que la
plegaria de las Horas es propia de todo el pueblo y que, precisamente
por ser oración de todos los bautizados, «expresa la voz de la amada
Esposa de Cristo, los deseos y votos de todo el pueblo cristiano». Esta
es la razón, añade el Papa, por la que el rezo de las Horas en la
reforma litúrgica «ha sido dispuesto y preparado de suerte que puedan
participar en él no solamente los clérigos, sino también los religiosos y
los mismos laicos» y por la que también su rezo se propone «a todos los
fieles, incluso a aquellos que legalmente no están obligados a él. «
6. LA PARTICIPACIÓN DE TODOS LOS BAUTIZADOS EN EL OFICIO, SEGÚN LOS PRINCIPIOS Y NORMAS GENERALES DE LA LITURGIA DE LAS HORAS
El segundo documento al que nos hemos referido – los Principios y Normas
generales de la Liturgia de las Horas -, y que viene a ser como un
tratado teológico-normativo sobre la oración de la Iglesia, tiene un
amplio capítulo referente al Sujeto de la oración eclesial. Pues bien,
en este capítulo, al tratar del sujeto de la oración litúrgica, afirma
con claridad meridiana que la Liturgia de las Horas es propia del
conjunto de todos los fieles; se dice, en efecto, que «la Liturgia de
las Horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una acción privada,
sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e
influye en él». «Por tanto, cuando los fieles son convocados y se reúnen
para la Liturgia de las Horas, uniendo sus corazones y su voces,
visibilizan a la Iglesia». Establecido este principio general, se pasa a
describir la participación de cada uno de los grupos y personas –
ministros, monjes, religiosos, asambleas de seglares -, sin olvidar ni
siquiera la familia, de la que se afirma que «conviene que… recite
algunas partes de la Liturgia de las Horas…, con lo que se sentirá más
insertada en la Iglesia». También se alude a los que, no pudiendo
unirse a una asamblea local, rezan en solitario el Oficio y, con esta
oración solitaria, aunque físicamente dispersos por el mundo, logran,
con todo, orar con «un solo corazón y una sola alma» y participar así de
la oración común, seguramente porque a ellos les sería difícil acudir a
la celebración comunitaria.
7. DIVERSIDAD DE FUNCIONES EN LA LITURGIA DE LAS HORAS
Hasta aquí hemos subrayado que la oración de la Iglesia pertenece no
sólo a los clérigos y monjes sino también a los seglares. Insistir hoy
en esta realidad es necesario por una doble razón: porque han sido
muchos los siglos durante los cuales los laicos han vivido totalmente al
margen del Oficio divino, y porque la imagen de la Liturgia de las
Horas como propia de sacerdotes y religiosos es la que persevera aún
actualmente en muchos de los fieles, incluso en ambientes de laicos muy
piadosos. Pero, establecido el principio de que la Liturgia de las Horas
«pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia», debemos preguntarnos aún si
los laicos tienen, con respecto a la oración litúrgica, exactamente la
misma función que los sacerdotes y monjes contemplativos, e incluso si
es razonable presentar una edición de Liturgia de las Horas para los
fieles cuando, en realidad, la Liturgia de las Horas es siempre para los
fieles.
Para dar respuesta a estos interrogantes y mostrar mejor la naturaleza
de la participación de los laicos en la Liturgia de las Horas, hay que
empezar recordando que la Iglesia, primer sujeto de la oración
litúrgica, es un cuerpo con diversidad de miembros. Aunque todos los
fieles sean cuerpo de Cristo y lo sean con los mismos derechos y la
misma dignidad, no todos, en cambio, tienen idénticas funciones. Y lo
que acontece con el cuerpo de la Iglesia pasa también con la oración de
la misma, que es como su respiración. Así como a la respiración del
cuerpo contribuyen diversos órganos – pulmones, boca, nariz, etc.-, pero
cada uno de ellos contribuye a la respiración común de forma propia y
peculiar, así pasa también con la oración de la Iglesia: esta plegaria
es tarea común de todos los bautizados, pero en ella algunos miembros
participan de manera peculiar o con matices distintos. Porque una cosa
es la pertenencia de la oración eclesial a todos los bautizados, otra
las maneras o medios de que disponen cada uno de los fieles para
participar en esta tarea común, y una tercera aún los medios con que la
Iglesia cuenta para que nunca falle en ella la oración perseverante que
le confió el Señor.
Son precisamente estos tres aspectos los que se exponen, con orden y
claridad, en los Principios y Normas generales de la Liturgia de las
Horas. Se empieza por el problema central: la oración eclesial como
función propia de todos los bautizados; en segundo lugar se trata de las
funciones peculiares de algunos miembros de la comunidad; finalmente,
se alude a las maneras de las que se sirve la Iglesia para realizar el
ideal de orar con perseverancia.
8. EL PAPEL DE LOS MINISTROS, DE LOS MONJES Y DE LOS LAICOS EN LA LITURGIA DE LAS HORAS
En el apartado anterior hemos visto ya que en la oración eclesial se da
diversidad de funciones. Veamos, pues, en concreto, cuáles sean éstas y a
quiénes competa realizarlas. Ello clarificará el papel de los laicos –
seglares y religiosos – en la oración litúrgica, que es lo que persigue
principalmente esta Presentación.
Los Principios y Normas generales de la Liturgia de las Horas, después
de haber afirmado que la oración litúrgica corresponde a todos los
bautizados, pasa a tratar del papel de los ministros: a ellos, con
respecto a la oración litúrgica, se les asignan tres funciones: la de
convocar a la comunidad, la de presidir la plegaria y la de educar a los
fieles en vistas a la oración. Como se comprende fácilmente, estas
funciones son consecuencia de la ordenación, es decir, de la situación
de los ministros en la Iglesia como «signos de Jesucristo». Porque Jesús
es quien ha convocado a la Iglesia, comunidad orante -«iba a morir…
para reunir a los hilos de Dios dispersos» -, por ello su ministro
convoca a los fieles para la oración eclesial; porque es el mismo Señor
quien preside la oración de su Iglesia -«donde dos o tres están reunidos
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»-, por ello el ministro
de Jesús preside la oración de los cristianos; porque, finalmente, los
ministros de la Iglesia son instrumentos de la presencia de Jesús,
profeta y maestro de su pueblo, por ello a los ordenados también les
compete, como función ministerial propia, educar a los fieles en la
oración cristiana. Con esta presentación estamos, pues, muy lejos de
aquella visión de los sacerdotes «orando en nombre de la Iglesia», como
si ésta se desentendiera de la plegaria común. Obispos y presbíteros
tienen, pues, una función muy propia con respecto a la oración
litúrgica; pero esta función no los separa de la comunidad orante, sino
que los injerta en la misma.
Junto a esta función ministerial de los obispos y presbíteros, aparece
otra – de índole muy diversa – que la Iglesia confía por una parte a los
monjes y por otra a los ministros, pero a estos últimos no en virtud de
su ministerio, sino por una motivación externa: se trata de la misión
de asegurar la perseverancia de la Iglesia en la oración. No resulta
difícil a quien lee atentamente el nuevo Testamento advertir que la
plegaria asidua es una de las características más propias de las
enseñanzas de Jesús: «orar siempre sin desanimarse», «ofrecer
continuamente a Dios un sacrificio de alabanza» y otras expresiones
análogas se repiten sin cesar, tanto en el evangelio como en las cartas
apostólicas. Ahora bien, que todos y cada uno de los fieles puedan
dedicarse a la plegaria asidua resulta difícil; por ello, para que la
Iglesia no cese en la oración continuada que le encomendó el Señor, se
encarga a los monjes la plegaria insistente que al resto de los fieles
les resultaría difícil. Se trata, pues, de un papel de suplencia: las
comunidades de monjes y monjas «representan de modo especial a la
Iglesia orante: reproducen más de lleno el modelo de la Iglesia, que
alaba incesantemente al Señor con armoniosa voz, y cumplen con el deber
de trabajar, principalmente con la oración, «en la edificación e
incremento de todo el cuerpo místico de Cristo y por el bien de las
Iglesias particulares». Lo cual ha de decirse principalmente de los que
viven consagrados a la «vida contemplativa».
Una función parecida se encarga también a los obispos y presbíteros: «A
los ministros sagrados se les confía de tal modo la Liturgia de las
Horas que cada uno de ellos habrá de celebrarla incluso cuando no
participe el pueblo…, pues la Iglesia los delega para la Liturgia de
las Horas de forma que al menos ellos aseguren de modo constante el
desempeño de lo que es función de toda la comunidad, y se mantenga en la
Iglesia sin interrupción la oración de Cristo.» Este texto es
importante y merece ser subrayado. Es verdad que en él, como en la
Mediator Dei y en la Constitución conciliar Sacrosantum Concilium, se
habla de una delegación para la oración eclesial; pero, mientras en los
primeros documentos se trataba de una delegación que capacitaba para
«poder orar en nombre de la Iglesia», dando, por decirlo así, una
especial dignidad en vistas a ejercer esta función, aquí se trata de una
delegación para suplir a la comunidad y para asegurar que se mantendrá
la oración eclesial, por lo menos, a través de algunos de los miembros
de la comunidad.
Digamos aún que, con respecto a la misión de suplencia de los obispos y
presbíteros, hay que subrayar que ésta no se deriva – como en el caso de
convocar, presidir y educar en vistas a la plegaria – de la ordenación,
sino de un encargo extrínseco que les hace la Iglesia. Por ello, a los
diáconos casados, a pesar de haber recibido una verdadera función
ministerial, no se les obliga a la recitación íntegra de la Liturgia de
las Horas, que podría resultarles difícil por sus ocupaciones
familiares.
Situado el papel de los monjes y de los ministros en el interior de una
Iglesia toda ella orante -y no como grupo separado que ora aisladamente
«en nombre de la Iglesia»-, se capta perfectamente el papel de los
laicos con referencia a la oración litúrgica: los laicos, que son la
mayoría del cuerpo eclesial, son los principales destinatarios de la
oración litúrgica. Los ministros ordenados, en cambio, y los monjes
rezan la Liturgia de las Horas en función de todos los fieles: los
ministros, ejerciendo el servicio de «signos del Señor», que ora en la
comunidad y preside la oración de los fieles; los monjes, como levadura
de oración asidua, para que la Iglesia entera – repitámoslo una vez más,
formada principalmente por laicos – fermente toda ella en oración y se
convierta cada vez más en comunidad orante.
9. LA IGLESIA RECOMIENDA INSISTENTEMENTE A LOS LAICOS EL REZO DE LA LITURGIA DE LAS HORAS
Terminemos esta presentación de un libro destinado precisamente a la
participación de los laicos – religiosos y seglares – en la oración de
la Iglesia, recordando las recomendaciones concretas que hacen a los
laicos los Principios y Normas generales de la Liturgia de las Halas.
Con ello se verá, una vez más, que la Iglesia está muy lejos de ver la
Liturgia de las Horas como función exclusiva de clérigos y monjes.
Más arriba hemos visto que ya en el lejano 1966 Pablo VI recomendaba en
su motu propio Ecclesiae sanctae el rezo de la Liturgia de las Horas a
los miembros de los Institutos laicales. En la Constitución apostólica
Laudis canticum amplía el horizonte, recomendando el rezo del Oficio a
todos los fieles, como hemos visto también; en esta misma línea, en los
Principios y Normas generales de la Liturgia de las Horas se afirma que
«cuando los fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de las
Horas, uniendo sus corazones y sus voces, visibilizan a la Iglesia, que
celebra el misterio de Cristo»; se recomienda a los laicos que
«dondequiera que se reúnan… reciten el Oficio de la Iglesia,
celebrando algunas partes de la Liturgia de las Horas»; se advierte la
conveniencia de que «la familia, que es como un santuario doméstico
dentro de la Iglesia, no sólo ore en común, sino que además lo haga
recitando algunas partes de la Liturgia de las Horas»; finalmente, se
exhorta a las comunidades religiosas no obligadas a la Liturgia de las
Horas, y a cada uno de sus miembros, como también a los seglares, a que
«celebren algunas partes de la Liturgia de las ‘Horas, que es la oración
de la Iglesia y hace de todos los que andan dispersos por el mundo un
solo corazón y una sola alma».
II. NATURALEZA DE LA ORACIÓN LITÚRGICA
1. ORACIÓN PERSONAL Y ORACIÓN ECLESIAL
El hecho de que en nuestros días los laicos se hayan reincorporado de
nuevo a la oración de la Iglesia, como lo hacían los antiguos
cristianos, y vuelvan a considerar la Liturgia de las Horas como algo
que les pertenece por su misma condición de bautizados es uno de los
aspectos más positivos de la actual renovación litúrgica. Pero este
progreso, por importante que sea, constituye sólo un primer paso al que
debe seguir otro de no menor importancia: el de una correcta comprensión
e intensa vivencia espiritual de lo que constituye la identidad propia
de la oración eclesial. Dicho de otro modo: al logro que significa que
los fieles recen la Liturgia de las Horas, hay que añadir el de que
entiendan que la oración de la Iglesia – la Liturgia de las Horas – es
una plegaria de naturaleza diversa, que no se limita a ser una de tantas
maneras posibles de orar, apenas distinta de lo que es la oración
personal a no ser porque se reza en común o usando unos formularios
propuestos por la Iglesia, sino que tiene una identidad propia y
exclusiva.
Descubrir y vivir en qué consiste esta identidad propia de la oración
eclesial es, sin duda, más difícil que el simple logro de haber adoptado
el rezo de la Liturgia de las Horas. Han sido demasiados los siglos en
que los fieles vivieron del todo ajenos a la oración litúrgica, para
pretender que ahora, en poco tiempo, se capte con facilidad que, para
los cristianos, «oración» no siempre es sinónimo de «trato íntimo con
Dios», sino que en la Iglesia se da, además de la oración personal, otro
modo de orar, de naturaleza distinta, que es la oración litúrgica. Si
no se descubre esta realidad y si de ella no se hace vivencia
espiritual, siempre resultará difícil incorporarse al genuino sentido y
al verdadero espíritu de la Liturgia de las Horas. Quienes no sepan
distinguir entre la naturaleza de la oración personal y la de la oración
de la Iglesia inevitablemente toparán con dificultades insuperables
para vivir como oración algunos de los textos – especialmente de los
salmos – de la Liturgia de las Horas. Y no sabrán tampoco justificar el
porqué la normativa litúrgica no admita determinados modos de orar – las
preces espontáneas, por ejemplo – que, a primera vista, parecen ser
oración en su sentido más auténtico, pero que, en realidad, sólo
responden a la naturaleza de la oración personal, no a la de la plegaria
litúrgica.
Para adentrarse en el espíritu de la oración litúrgica, para ahondar en
el significado de muchos de sus textos y para captar hasta qué punto
algunas de las disposiciones litúrgicas, lejos de ser meras
arbitrariedades jurídicas que coartan la libertad, constituyen medios
para manifestar la identidad propia de la oración litúrgica, lo primero
que se impone es delimitar bien las fronteras que separan la oración
personal de la oración litúrgica. Esta delimitación resulta tanto más
importante cuanto que la mayoría de los fieles han sido educados,
durante siglos y más siglos, sólo en el significado de la oración
personal, desconociendo la entidad propia y la finalidad específica de
la oración eclesial.
La oración personal consiste en el trato íntimo con Dios. Por ello este
modo de orar resulta tanto más auténtico cuanto más espontáneamente
brota del corazón. En el ámbito de esta oración personal, las fórmulas
preexistentes pueden ser útiles, sin duda, para orientar la plegaria,
pero nunca son elemento imprescindible ni mucho menos fundamental.
Incluso – teóricamente por lo menos -, si el que ora sabe prescindir de
toda fórmula de plegaria, su oración personal será más filial y ganará
en autenticidad.
2. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA, ORACIÓN DE TODO EL PUEBLO DE DIOS
La oración eclesial, en cambio, va por otros senderos. Su finalidad no
es el coloquio personal de los participantes con su Dios, sino el
diálogo de la Iglesia con su Esposo, del pueblo santo con el Padre que
lo ha elegido, de la comunidad santificada por la sangre de Cristo con
su Salvador. Y esta comunidad orante es únicamente la Iglesia en su
sentido más pleno, es decir, la Iglesia universal, la única que merece
el título de esposa «radiante, sin mancha ni arruga, ni nada parecido,
sino santa e inmaculada». La asamblea local es sólo una presencia
limitada de esta Iglesia de Jesús. Por ello la oración de la asamblea
concreta – o del bautizado que reza solo la Liturgia de las Horas –
nunca se reduce ni a los sentimientos personales de los participantes ni
a la simple adición de los votos individuales de los que participan en
la oración de una asamblea concreta, sino que se trata siempre de la voz
de todo el cuerpo de Cristo, de las alabanzas y de los votos de la
Iglesia universal como tal. Porque, si bien es verdad que en toda
asamblea cristiana – o incluso en el bautizado que reza en solitario la
Liturgia de las Horas – está presente y ora la Iglesia universal, con
todo esta oración, por ser la plegaria de la Iglesia como tal, sobrepasa
los sentimientos y deseos de quienes físicamente participan en una
celebración concreta y constituye la voz de todo el cuerpo de Cristo, de
toda la Iglesia universal. Es por ello que la naturaleza de esta
oración quedaría desfigurada si en el interior de lo que es la oración
eclesial se introdujeran elementos que sólo responden a la oración
personal, como serían las preces espontáneas de los participantes.
El hecho de que la oración litúrgica sobrepase los sentimientos y votos
de los participantes concretos de una celebración logra, además,
desvanecer una dificultad que surge con frecuencia entre los fieles,
cuando advierten que, a veces, los sentimientos del propio corazón
difieren de los que aparecen en los salmos, por ejemplo, cuando el que
está triste topa con un salmo de júbilo o, por el contrario, el que está
alegre se ve obligado a rezar un salmo de lamentación. Teniendo
presente que los salmos, en el Oficio, se rezan, no a título privado,
sino en nombre de toda la Iglesia – incluso en el caso de que alguien
rece solo la Liturgia de las Horas -, siempre le resultará fácil al
orante encontrar motivos de alegría o de tristeza, recordando las
diversas circunstancias en que viven otros miembros de la Iglesia,
realizando así en la oración el consejo del apóstol de «alegrarse con
los que se alegran y llorar con los que lloran».
3. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA, ORACIÓN DE CRISTO
La oración litúrgica es la oración de toda la Iglesia. Ahora bien, a la
Iglesia pertenecen no sólo los bautizados sino también -y muy por encima
de ellos – el mismo Cristo. Él es la cabeza del cuerpo y su miembro más
destacado. Por ello, cuando se habla de la oración de la Iglesia, la
referencia a la oración del mismo Cristo debe ocupar el lugar principal.
Es precisamente a esta oración de Cristo con su Iglesia, a la que, de
modo singular, debe aplicarse la afirmación del Señor: «Donde están dos o
tres reunidos en mi nombre, allí, en medio de ellos, estoy yo.» La
oración de la Iglesia aúna la oración de Cristo con la de aquellos
hombres a los que él ha hecho miembros de su cuerpo mediante el
bautismo. De esta participación de Cristo en la oración de la Iglesia se
derivan dos consecuencias especialmente importantes para una mejor
vivencia de la Liturgia de las Horas: el valor supremo de esta oración
por encima de todo otro tipo de plegaria y el rico significado de
algunas expresiones litúrgicas que, al margen de esta presencia de
Cristo orante con la comunidad, difícilmente serían admisibles y, por el
contrario, teniendo en cuenta esta presencia, resultan muy
significativas.
En efecto, la oración eclesial tiene intrínsecamente un valor muy
superior al que pudiera tener cualquier otro tipo de oración personal –
aunque se trate de la oración de personas singularmente santas -, porque
en esta oración, junto con las voces de los demás orantes y, sin duda,
muy por encima de ellas, resuena siempre ante el Padre la voz del Hijo
amado: Así lo recuerda la Constitución conciliar sobre la sagrada
liturgia: «Cristo está presente en su Iglesia… cuando ella suplica y
canta salmos.» No cabe, pues, la menor duda de que ninguna plegaria
tiene tanto valor ante Dios como aquella en la que unimos nuestras voces
a la del Hijo de Dios y hacemos que la oración del Hijo amado resuene
por nuestros labios. Esta Oración litúrgica que como cabeza de la
Iglesia y junto con los fieles Cristo eleva al Padre es siempre una
plegaria infinitamente agradable a Dios. Y es precisamente a esta
plegaria a la que nos incorporamos cuando rezamos la Liturgia de las
Horas.
Pasemos al segundo aspecto, el de las dificultades que puede encontrar
el que reza la Liturgia de las Horas ante determinadas expresiones
litúrgicas, especialmente las que hacen referencia a las perfecciones
del que acude a Dios. La insistencia en la justicia, la rectitud y la
santidad del orante, que con tanta frecuencia hallamos en los salmos,
aplicada a nuestra oración personal la convertiría en aquella plegaria
del fariseo hipócrita condenada por el Señor, porque sólo sabía
complacerse en sus cualidades». En cambio, teniendo presente la
participación de Cristo en la oración de la Iglesia, estas mismas
expresiones se iluminan y cobran gran sentido: nada, en efecto, resulta
más oportuno en la oración que el que la voz de Jesús recuerde ante el
Padre su santidad inconmensurable, para que Dios, complacido ante esta
perfección de su Hijo, derrame sobre sus hermanos – la Iglesia, e
incluso el mundo – la abundancia de sus bendiciones. Es, pues, en este
sentido que la Iglesia, como voz de Cristo, hace ante el Padre memoria
de las perfecciones del Hijo amado, para que Dios, complacido en ellas,
bendiga a todos sus hermanos. Es en este sentido que la Iglesia dice,
por ejemplo: «Camino en la inocencia; confiando en el Señor no me he
desviado. Examíname, Señor, ponme a prueba, sondea mis entrañas y mi
corazón, porque tengo ante los ojos tu bondad, y camino en tu verdad. No
me siento con gente falsa, no me junto con mentirosos; detesto las
bandas de malhechores, no tomo asiento con los impíos. Lavo en la
inocencia mis manos. Y también: «Presta oído a mi súplica, que en mis
labios no hay engaño: emane de ti la sentencia, miren tus ojos la
rectitud. Aunque sondees mi corazón, visitándolo de noche, aunque me
pruebes al fuego, no encontrarás malicia en mí. Mi boca no ha faltado
como suelen los hombres; según tus mandatos yo me he mantenido en la
senda establecida. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos, y no
vacilaron mis pasos.» Expresiones como éstas la Iglesia se complace en
repetirlas unida siempre a Cristo. Y el Padre del cielo las escucha, sin
duda, como la mejor oración salida de la humanidad, en la que ve
incluido al Hijo de su amor. «El mayor don que Dios podía conceder a los
hombres – nos dice san Agustín – es hacer que aquel que es su Palabra
se convirtiera en cabeza de los hombres, de manera que el Hijo de Dios
fuera también hijo de los hombres… para que así el Hijo esté unido a
nosotros de tal forma que, cuando ruega el cuerpo del Hijo – es decir,
la comunidad de los fieles – lo hace unido al que es su cabeza.. – de
este modo Jesucristo, Hijo de Dios, ora en nosotros como cabeza nuestra.
Reconozcamos, pues, nuestra propia voz en la suya y su propia voz en la
nuestra.»
Con razón afirman, pues, los Principios y Normas generales de la
Liturgia de las Horas que «en Cristo radica la dignidad de la oración
cristiana, al participar ésta de la misma piedad para con el Padre y de
la misma oración que el Unigénito expresó con palabras en su vida
terrena, y que es continuada ahora incesantemente por la Iglesia y por
sus miembros en representación de todo el género humano y para su
salvación.»
4. LA ORACIÓN PERSONAL DEL CRISTIANO, RELACIONADA E INCORPORADA A LA DE LA IGLESIA
Oración de la Iglesia y oración personal, aunque no se identifiquen,
como acabamos de ver, tienen, con todo, una mutua e íntima relación. La
oración privada del cristiano viene a ser, por decirlo de alguna manera,
el «camino hacia» y el «instrumento para» incorporarse mejor a la
oración litúrgica. En efecto, unirse a la oración de Cristo y hacer de
los propios labios instrumento de la plegaria del Hijo amado es un
cometido que sobrepasa las posibilidades naturales del hombre. Por ello
precisamente, el cristiano, llamado a esta sublime oración, debe hacerse
digno de la misma a través de una oración personal asidua; sólo así
logrará tener, cuando participe en la oración de la Iglesia, «los mismos
sentimientos que Cristo Jesús», el principal Orante de la asamblea
cristiana. Ya Pío XII recordaba en su encíclica Mediator Dei esta íntima
relación entre oración personal y Oración litúrgica, cuando afirmaba
que «en la vida espiritual no puede haber oposición o repugnancia entre
la oración privada y la oración pública». La oración eclesial es la
cumbre a la que debe tender la oración personal del cristiano, pues,
como plegaria de la Esposa de Cristo, tiene siempre un valor
inconmensurablemente mayor, y no cabe para el cristiano oración más
sublime que ésta; por otra parte, la riqueza de la oración litúrgica es
la mejor fuente en la que puede beber la oración privada para que
incluso ésta vaya adquiriendo progresivamente aquella actitud filial
propia del Hijo y que de él se deriva hacia los que somos también «hijos
de adopción».
III. DINAMISMO DE LA ORACIÓN LITÚRGICA
1. LAS DIFERENTES HORAS DE LA ORACIÓN LITÚRGICA
El Concilio Vaticano subrayó ya que la finalidad del Oficio divino es la
santificación de los diversos momentos de la jornada. La subsiguiente
promulgación de la Liturgia de las Horas no sólo ha vuelto a insistir en
este importante matiz sino que, para recalcarlo con mayor fuerza, ha
adaptado con singular cuidado algunos de los antiguos formularios para
que correspondan mejor al momento en que se usan, ha introducido textos
nuevos con claras alusiones a las diversas Horas y ha modificado incluso
algunas de las normas jurídicas – supresión de la obligatoriedad de las
tres Horas menores para los obligados al Oficio, por ejemplo -, a fin
de que cada parte corresponda mejor al momento en que se reza. Pero
estos pasos, por importantes que sean, no son suficientes; es necesario
que, además, cada uno de los que participan en la Liturgia de las Horas
viva aquellas partes que reza como auténtica santificación de las
diversas horas. Recitar Laudes a hora distinta del comienzo de la
jornada, o Vísperas antes de finalizar el trabajo del día, equivaldría a
privar de su significado propio a la oración litúrgica.
Las diversas Horas del Oficio no tienen la misma importancia. Éste es un
aspecto sobre el que hay que insistir. Laudes y Vísperas – llamadas ya
en la nomenclatura preconciliar «Horas mayores»- son los dos momentos
principales de oración eclesial y por ello deben tener siempre el lugar
más destacado. Para conseguirlo, a los ordenados, por ejemplo, se les
recuerda que no deben omitir estas dos partes a no ser por causa grave, y
a aquellos religiosos que no disponen más que de un tiempo limitado
para la oración litúrgica, y a los laicos, se les recomienda que escojan
precisamente estas dos Horas, Horas que deberían asumir con clara
conciencia de que no sólo rezan «una parte del Oficio» sino que se
incorporan a la parte más importante del mismo. Para estas dos Horas, en
efecto, la nueva organización de la Liturgia de las Horas ha
seleccionado los salmos más significativos y los elementos más ricos. No
sería, por tanto, equilibrado dar a otros rezos – privados o incluso de
carácter litúrgico, pero menos importantes – un lugar más privilegiado
que el que se reserva para Laudes y Vísperas. Éste sería el caso, por
ejemplo, de quien diera más relieve a unas tradicionales «oraciones de
la mañana», anteponiéndolas a Laudes, o bien de la comunidad que
subrayara más las Completas que las Vísperas, organizando estas Horas de
tal forma que se rezaran Vísperas cuando muchos aún están ocupados en
el trabajo de la jornada, mientras que para las Completas se escogiera
el momento en que pudiera participar toda la comunidad. O también el
caso de los laicos que, como oración de la noche, prefirieran las
Completas a las Vísperas. A este respecto conviene recordar que el mismo
origen histórico de Completas nos presenta este Oficio como una segunda
celebración, no tanto de la comunidad eclesial como de los monjes,
rezado con frecuencia en el mismo dormitorio. Precisamente la actual
restauración litúrgica ha devuelto de nuevo a las Completas este
carácter casi privado, simplificando el esquema (es la única Hora que
tiene un solo salmo, o dos salmos muy breves) y dando incluso la
posibilidad de usar a diario los formularios dominicales para poder
rezar Completas de memoria.
2. LOS DIVERSOS ELEMENTOS DEL OFICIO
Para captar todo el significado de la Liturgia de las Horas, hay otro
punto que es necesario cuidar: el del valor distinto de los diversos
elementos que forman cada una de las Horas. Así como hay diferencia
entre la importancia de unas Horas y otras – Laudes y Vísperas están muy
por encima de las otras Horas -, así también, en el interior mismo de
cada Hora, existe una diferenciación entre los elementos que la
componen. Unos son nucleares, otros, en cambio, sólo ambientales o
complementarios. Sin los primeros no se daría una verdadera oración
eclesial; los segundos, en cambio, se limitan a ser simple ayuda para
incorporarse mejor a lo que es la oración de la Iglesia. Veamos, pues,
el valor de cada uno de estos elementos y su significado en el interior
de cada celebración.
a) Introducción a la oración
Cada una de las Horas del Oficio empieza por el versículo introductorio.
En la primera oración del día (que generalmente es Laudes, pero que en
algunos casos puede ser también las Vigilias nocturnas o el Oficio de
lectura) este versículo introduce tanto en esta Hora concreta como en el
conjunto de la plegaria de la jornada. Se trata de un elemento
ambiental, de preparación a la plegaria, en el que se pide el auxilio
divino para unirnos debidamente a la oración de Cristo y de la Iglesia:
que Dios abra los labios de los que van a orar en nombre de la Iglesia;
que Cristo, el Señor y cabeza de la Iglesia, venga en auxilio de la
comunidad orante, para que la asamblea profiera dignamente las alabanzas
de Dios.
En la primera oración de la jornada, al versículo introductivo puede
añadirse un salmo – generalmente el 94 -, que es una invitación a la
alabanza y a la escucha de la palabra de Dios. Anteponer a la oración
diaria un salmo de este contenido resulta apropiado, por cuanto en él se
pide que la oración de la Iglesia cumpla su verdadero cometido de
diálogo con Dios: que la asamblea, como quería 5. Agustín, hable a Dios
en la alabanza y escuche a Dios en las lecturas. Pero, por otra parte,
colocar un salmo, que es palabra de Dios, como simple elemento
introductivo, antes incluso que el himno, de origen popular, no deja de
ser un pequeño contrasentido; ¡los salmos son algo más que una simple
introducción!; ¡son centro de la oración cristiana! Es en razón de esta
ambigüedad, de estos valores y contravalores del salmo colocado al
inicio, por lo que éste se deja al arbitrio de cada comunidad, cuando
precede a las Laudes.
b) Himno
Es, sin duda alguna, el elemento más periférico de la celebración, el
que menos es «oración de la Iglesia» y el que más resulta «elemento
popular». Es también la parte que más tardó en ser admitida como parte
del Oficio divino. Y la que más ha variado a través de los siglos. Su
finalidad es introducir en la celebración, pasar de lo simplemente
popular a lo propiamente eclesial y bíblico. El himno parte de las
maneras de hablar de cada pueblo e introduce en las maneras de hablar de
Dios.
De este carácter popular del himno proviene que en el mismo se dé mayor
cabida a las diversas culturas; por ello la selección y aprobación del
himnario se pone bajo el cuidado de las Conferencias episcopales, no de
la Santa Sede. En las celebraciones con el pueblo, en las que con
frecuencia se escogen cantos más libres, para que los fieles puedan
cantar, hay que velar para que el himno sea un canto verdaderamente
introductivo al espíritu de la Hora o del día: no basta cualquier
cántico, sino que se ha de buscar uno que esté plenamente de acorde con
el espíritu de la celebración concreta. Ni puede usarse un canto sin
relación con los elementos que seguirán (más distraería que introduciría
en la salmodia) ni un texto que tenga demasiada calidad para ser simple
introducción (no valdría, por ejemplo, un canto bíblico, sobre todo del
nuevo Testamento, para introducir en el espíritu de los salmos del
antiguo Testamento). Si se trata de los tiempos fuertes o de las grandes
fiestas, el himno debe introducir en el espíritu de estos días, debe
dar al conjunto de la salmodia el color propio del tiempo o de la
fiesta; en cambio, si se trata del tiempo ordinario, el himno debe
ambientar el carácter propio de la Hora, debe ayudar, con modos
populares, a que el pueblo viva la salmodia como oración de la mañana o
de la noche. Los himnos castellanos que aparecen en esta edición
consiguen bien su finalidad: en los tiempos fuertes y solemnidades
aluden siempre, de manera popular, al misterio del día; en los viernes,
introducen en el matiz propio de la salmodia de este día (por la mañana
aluden a la penitencia, por la noche a la pasión de Cristo); en los
domingos, como la salmodia y las lecturas breves de este día, aluden a
la resurrección del Señor. En los restantes días feriales del tiempo
ordinario, el himno, como muchos de los salmos, tiene un marcado
carácter matutino o vespertino, tal como corresponde el espíritu de
Laudes y de Vísperas.
Así, el conjunto de estos himnos resulta popular e introductorio al contenido más denso de las otras partes del Oficio.
c) Salmodia
Bajo el nombre de salmodia entendemos aquí el conjunto de salmos y
cánticos bíblicos, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, que
figuran en la Liturgia de las Horas. Esta salmodia es, sin duda, el
núcleo central del Oficio y su parte más extensa, aunque no sea
ciertamente la de inteligencia más fácil. Hacer los posibles para que la
salmodia se convierta en oración es de suma importancia, pues si la
salmodia se vive como oración, si se entiende su significado – o sus
diversos significados -, todo el Oficio cobra vida, llega a ser
verdadera oración.
Dos son los aspectos principales que hay que cuidar en torno a la
salmodia: la correcta interpretación de los salmos como plegaria y las
diversas maneras concretas de rezarlos en la celebración común. Con
respecto a la interpretación de los salmos hay que tener presente lo que
más arriba queda dicho sobre la presencia de Cristo y la participación
de toda la Iglesia en el Oficio. Quien reza los salmos podrá
incorporarse, sin duda, personalmente a algunos de ellos, pero muchos
otros los podrá rezar sólo como oración de Cristo o de otros miembros de
la Iglesia, recordando en este último caso que esta voz de Cristo o de
la Iglesia, aunque no sea posible hacerla individualmente propia, no por
ello deja de ser auténtica plegaria; es incluso, como se ha dicho,
oración de mayor valor, por ser la voz del Hijo y de la Iglesia, siempre
santa. Para interpretar bien los salmos es aconsejable, de cuando en
cuando por lo menos, usar algún comentario que pueda servir de
meditación en la oración personal; también hay que prestar atención a
las antífonas, que subrayan el aspecto más importante de cada salmo,
sobre todo las antífonas del Salterio y las propias de la Cincuentena
pascual. También es enriquecedor usar algunas veces – por ejemplo en los
días de retiro o ejercicios -, después de cada salmo, la
correspondiente oración sálmica de que hablan los Principios y Normas
generales de la Liturgia de las Horas.
Además de velar por la debida comprensión de los salmos, hay que cuidar
también las maneras concretas de realizar la salmodia en la celebración
comunitaria. Veamos al respecto cinco modos distintos que pueden
aplicarse según el género literario de cada salmo en concreto:
1) Proclamación leída: Un lector proclama el salmo desde el ambón,
mientras la asamblea escucha y medita. Terminado el salmo, uno de los
participantes puede añadir una colecta sálmica conclusiva. Esta manera
resulta especialmente apropiada para los salmos históricos o
sapienciales (v. gr., el salmo 100, de las Laudes del martes IV, o el
48, de las Vísperas del martes II).
2) Forma responsorial: Un cantor o pequeño coro proclama los
versículos, y la asamblea responde intercalando de cuando en cuando una
aclamación – que puede ser la misma antífona del salmo -, a la manera
como se hace con el salmo responsorial de la misa. Esta forma resulta
especialmente apropiada para aquellos salmos que incluyen en el mismo
texto aclamaciones, como el canto de los tres jóvenes en el horno
(Laudes de los domingos), o el salmo 135 (Vísperas del lunes IV), o el
cántico de Ap 19 (II Vísperas de los domingos).
3) A dos coros: Fue la forma habitual a partir de la Edad media hasta
la reforma litúrgica de nuestros días. Esta manera resulta especialmente
oportuna en los salmos que contienen una plegaria comunitaria. Esta
forma puede realizarse de dos formas: el canto y la plegaria rezada. En
general, si el salmo es de alegría y de victoria resulta más expresivo
cantarlo; si es una lamentación puede resultar mejor rezarlo
pausadamente.
4) Himno: Es la mejor manera de realizar los salmos entusiastas y
cortos, como son muchos de los terceros salmos de Laudes. Para esta
forma es mejor que el texto tenga una música propia en cada estrofa, no
una melodía que se repite idéntica. El salmo 116 es uno de los que mejor
se adaptan a esta forma hímnica.
5) Diálogo entre solistas diversos y pueblo: Es la aplicación a la
salmodia de lo que tradicionalmente se hace en la liturgia para la
lectura de la historia de la Pasión del Señor. Uno o más solistas –
según los personajes que intervienen en el salmo – representan cada uno
de los papeles; la asamblea interviene con las aclamaciones plurales. De
esta manera es conveniente realizar sobre todo el salmo 109 de las
Vísperas dominicales: un solista hace el papel de Dios, otro representa
al profeta, el pueblo interviene aclamando al rey ungido que, en la
aplicación que hace la Iglesia de este salmo, es Cristo resucitado. Esta
misma forma debería aplicarse también a los salmos dominicales 117 (y
al 2, empleado en el Oficio de lectura).
Cuando la salmodia se reza en solitario, las posibilidades son menores;
prácticamente se reducen a la posibilidad de intercalar algunos
silencios u oraciones sálmicas; pero, como resulta evidente y lo
recuerdan los Principios y Normas generales de la Liturgia de las Horas ~
en este caso hay más libertad de incluir silencios adaptados a las
posibilidades de cada participante en el Oficio.
Notemos, finalmente, que la salmodia del Oficio divino – la salmodia
cristiana – no se limita a los salmos del antiguo Testamento, sino que
incluye también algunos cánticos del nuevo. Unos pocos de estos cánticos
– el de Zacarías, el de María y el de Simeón – ya se contenían en el
antiguo Breviario romano, pero la nueva Liturgia de las Horas ha
introducido otros cantos tomados de diversos lugares del nuevo
Testamento. Y, con ello, la salmodia cristiana ha ganado tanto en
contenido como en dinamismo y, muy probablemente, ha seguido con ello
los usos de la Iglesia apostólica. En efecto, no pocos autores han visto
en algunos fragmentos de los escritos apostólicos los cantos de la
antigua comunidad a los que alude con frecuencia el Apóstol, los «himnos
inspirados por el Espíritu». Son estos cantos los que hoy vuelven, a
cantarse, incorporados a la salmodia de Vísperas.
Con la incorporación de estos cánticos, la plegaria eclesial recobra el
ritmo progresivo que tiene también la liturgia de la palabra en la misa:
se empieza por el antiguo Testamento (salmos, en el Oficio; primera
lectura, en la misa); vienen después los escritos apostólicos (cántico
de las cartas apostólicas o del Apocalipsis, en Vísperas; segunda
lectura, en la misa); finalmente, culminación a través del evangelio
(cántico de Zacarías o de María y Padrenuestro, en el Oficio; tercera
lectura, en la misa).
Al hablar, pues, de salmodia hay que tener muy presente esta inclusión
de los cantos del nuevo Testamento. Los salmos del antiguo son
ciertamente el elemento que más lugar ocupan en el Oficio, pero no el
más importante. Por los salmos del antiguo Testamento – muy al nivel de
los sentimientos humanos – se inicia la oración; en los cánticos del
nuevo – que se sitúan en un plano más sobrehumano, el de la revelación
de Jesucristo – culmina dicha oración, llegando a niveles muy elevados.
Por ello rectamente dicen los Principios y Normas generales de la
Liturgia de las Horas que «los salmos (del antiguo Testamento) no son
más que una sombra de aquella plenitud de los tiempos que se reveló en
Cristo Señor y de la que recibe toda su fuerza la oración de la
Iglesia».
d) Lectura bíblica
Éste es un elemento que se encuentra tanto en la Liturgia de las Horas
como en la casi totalidad de las celebraciones litúrgicas. Pero en el
Oficio divino la lectura bíblica tiene, por lo menos habitualmente, un
carácter bastante distinto. «La Liturgia de las Horas, – se afirma en
los Principios y Normas generales de la Liturgia de las Horas – reúne de
un modo peculiar los diversos elementos que se dan en las demás
celebraciones cristianas». Este modo peculiar, según el cual se combinan
en la Liturgia de las Horas los elementos presentes también en las
demás celebraciones, resplandece, sobre todo, con referencia al binomio
lectura bíblica-salmodia. En efecto, en la eucaristía primero aparecen
las lecturas y luego sigue el salmo; las lecturas tienen mucha
relevancia, mientras que el salmo, único, breve y a veces limitado a
sólo unos pocos versículos, ocupa un lugar muy modesto. En la Liturgia
de las Horas, por el contrario, la salmodia ocupa el primer lugar, tanto
cronológicamente como en razón de su importancia, mientras que la
lectura aparece como elemento menos relevante, casi a manera de simple
pieza para dar variedad al conjunto, sumergida en la salmodia, entre los
salmos y cánticos por una parte y el cántico evangélico por otra. Este
diferente tratamiento de unos mismos elementos evidencia hasta qué punto
la Liturgia de las Horas constituye una celebración laudativa de
carácter muy propio y diverso de lo que son las celebraciones de la
palabra, sin que a ello obste que en el interior de la misma pueda
incluirse una verdadera celebración de la palabra, como acontece en el
Oficio de lectura, o cuando en Vísperas o Laudes la lectura breve queda
substituida por una perícopa larga.
Por lo que se refiere en concreto a la lectura bíblica de Laudes y
Vísperas – las únicas horas que figuran en este libro -, ésta puede
presentar dos modalidades distintas: lectura breve y lectura larga.
Estas dos modalidades no sólo se diferencian por la extensión de la
perícopa, sino también por su significado en el interior de la
celebración. La lectura breve tiene como finalidad sobre todo «inculcar
con intensidad algún pensamiento sagrado y ayudar a poner de relieve
determinadas palabras a las que posiblemente no se presta toda la
atención en la lectura continuada de la sagrada Escritura.» Esta lectura
breve aunque «debe leerse y escucharse como una verdadera proclamación
de la palabra de Dios» no persigue tanto profundizar y descubrir nuevas
facetas en el mensaje revelado como suscitar y recordar pensamientos ya
Conocidos, introducir un elemento de variedad y dialogo en la salmodia –
no sólo hablamos a Dios sino que también lo escuchamos -, gozar del
misterio celebrado en un día concreto o subrayar el significado
salvífico de cada una de las Horas de oración. De este carácter de
simple inciso que tienen las lecturas breves se deriva que éstas no
vayan acompañadas ni del enunciado que las encabeza en las otras
ocasiones (Lectura del libro de…), ni de la conclusión: Palabra de
Dios. Por la misma razón, tampoco parecería oportuno – por lo menos
habitualmente – acompañar estas lecturas breves de una homilía.
Cuando la lectura breve se substituye por una lectura más larga, ésta
tiene en la Liturgia de las Horas el mismo significado y finalidad que
en las demás celebraciones litúrgicas. Incluso puede decirse que
transforma la Hora del Oficio, en la que se incluye este tipo de
lectura, en una verdadera celebración de la palabra.
En cuanto a estas lecturas largas incorporadas a Laudes o a Vísperas, si
se quiere que cobren su verdadero sentido hay que tener en cuenta
ciertos criterios que podrían resumirse en los siguientes puntos:
1. La lectura larga únicamente cabe en Laúdes o Vísperas (no en las
Horas menores ni en Completas); además, sólo resulta oportuna, por lo
menos habitualmente, en el caso de que los participantes no recen el
Oficio de lectura.
2. Para que esta lectura conserve su verdadero sentido, hay que
procurar que no se limite a ser simplemente una lectura más larga para
que se asemeje a las lecturas de las otras celebraciones. Así, alargar
simplemente la perícopa breve que figura en el Oficio no tendría ningún
significado, pues, por una parte la desproveería de su finalidad de
«poner de relieve determinadas palabras», pues éstas, colocadas entre
otras expresiones, dejarían de destacar, y por otra las lecturas
presentarían un conjunto de textos poco relevantes, pues la selección de
estas perícopas se debe únicamente a la frase que se ha querido
subrayar.
3. Para esta lectura prolongada puede usarse cualquier texto bíblico
que se juzgue oportuno; pero, si la lectura alargada se hace
habitualmente, lo más recomendable es tomarla del leccionario bienal.
4. La lectura larga tendrá todo su significado en los siguientes casos:
1) cuando se usa habitualmente para profundizar el rico contenido de
lectura continuada que presenta el leccionario bienal; 2) cuando en las
solemnidades y fiestas – que tienen una lectura larga autónoma e
independiente – se quiere subrayar el contenido del día; 3) cuando en
los tiempos fuertes – o en alguno de ellos – se quiere vivir con mayor
intensidad el espíritu de los mismos a través de un conjunto de lecturas
organizadas especialmente para este fin; 4) cuando los que participan
en la eucaristía diaria han interrumpido, por alguna circunstancia
(fiesta, misa exequial, etc.), la lectura continuada de la misa y
quieren, en un día determinado, «recuperar» la lectura, para no
interrumpir la secuencia de los libros proclamados en la misa; 5) cuando
tienen lugar celebraciones especiales, como el octavario por la unión
de las Iglesias, los ejercicios espirituales; en estos casos el
leccionario de las misas por diversas necesidades puede orientar la
selección de lecturas.
5. En cambio, no tendría sentido usar la lectura larga del leccionario
bienal solamente en días aislados (v. gr., en los domingos o sólo en
algunas ferias saltadas); el mismo carácter de lectura continuada exige,
o que se haga siempre, o que se prescinda siempre de ella.
Subrayemos aún que incorporar habitualmente la lectura larga, resulta
especialmente enriquecedor para la oración y la profundización de todo
el mensaje revelado, pues este ciclo bienal realiza el ideal de leer
cada año el conjunto de toda la Escritura. En efecto, combinando las
lecturas de este leccionario con las de la misa ferial, en un primer año
se leerá en la misa, de manera abreviada, a base de sólo las perícopas
más centrales, una mitad de la Biblia, mientras que la otra mitad se
lee, de manera moralmente íntegra, en el Oficio. En el año siguiente, en
cambio, las partes que se leyeron en la misa de manera abreviada se
leerán en el Oficio de manera íntegra y, viceversa, las que se leyeron
de manera extensa en el Oficio del año anterior en el siguiente se leen
en la misa de manera más resumida.
Otro aspecto de la riqueza de este leccionario, que vale la pena
subrayar, es que las perícopas del mismo presentan las grandes líneas de
la historia de la salvación de manera muy pedagógica y apta para
introducir en la inteligencia de la Escritura y en la oración
contemplativa; esta historia, en efecto, se presenta dividida en tres
grandes períodos: 1) desde los orígenes hasta la llegada a Egipto (años
pares, antes de Cuaresma); en estos mismos años, durante la Cuaresma, se
lee la salida de Egipto, con los demás relatos del Éxodo); 2) los
tiempos postexílicos (años pares, terminado el ciclo pascual); 3) desde
los Jueces hasta el exilio (años impares). Los profetas y los libros
sapienciales se intercalan en el interior de los períodos históricos en
que hablaron los profetas o se escribieron los referidos libros
sapienciales; con ello éstos cobran un grado mayor de inteligibilidad y
de vida.
Por lo que se refiere a las cartas apostólicas, se presentan más o menos
en el mismo orden cronológico en que fueron escritas; con ello se
facilita también la captación del progreso de la revelación a través de
los tiempos. Únicamente se establecen dos excepciones: la de reservar
algunas cartas especialmente significativas para determinados tiempos
litúrgicos (v. gr., Colosenses para Navidad, Hebreos para la última
parte de Cuaresma) y la de distanciar algunos escritos de contenido muy
semejante (v. gr., Romanos y Gálatas) que, leídos uno a continuación del
otro, podrían resultar un tanto monótonos.
e) Responsorio breve
Éste es un elemento cuya finalidad en parte coincide y en parte difiere
de la que tiene el salmo responsorial de la misa. Coincide en cuanto que
es una ayuda para que la palabra proclamada en la lectura penetre más
íntimamente en quienes la han escuchado y se transforme en contemplación
personal. Pero se distingue del mismo porque en la misa el salmo
responsorial es el único salmo de la celebración y por ello acostumbra a
ser más largo y más variado; en el Oficio, en cambio, a la lectura ha
precedido una larga salmodia, y por ello el responsorio es más breve y
menos variado. Hay que añadir aún que este responsorio es, como el
himno, un elemento más bien ambiental; por ello puede omitirse o bien
substituirse por otro canto semejante, por la homilía, o incluso por un
espacio de silencio.
f) Preces
Tanto en Laudes como en Vísperas, terminada la salmodia – el último de
los cánticos, el evangélico – se añaden unas preces litánicas. Las de
Vísperas tienen la misma finalidad que las de la misa, son una oración
universal. Con todo, literariamente difieren, pues mientras que en la
misa se dirigen a la asamblea, proponiéndole intenciones para orar, en
el Oficio, en cambio, se dirigen directamente a Dios, para que puedan
usarse también cuando se reza en solitario. Como oración universal que
son, atienden, sobre todo, a las intenciones de carácter más general y
piden por la Iglesia y el mundo; a estas peticiones universales pueden
añadirse además algunas otras intenciones particulares, pidiendo por la
asamblea local, la diócesis, la familia religiosa u otras necesidades
(particulares no significan, con todo, en manera alguna preces
espontáneas). Estas preces, con todo, como repetidamente han recordado
diversos documentos romanos deben ser previamente escritas para que
reflejen mejor su carácter comunitario y no simplemente personal.
Las preces litánicas de Laudes tienen un carácter muy distinto: no son
oración universal o de los fieles, sino preces para encomendar a Dios el
nuevo día; éstas piden habitualmente sólo por los propios orantes.
g) Padrenuestro
Es el elemento que concluye y culmina la plegaria de la Iglesia, el que
corona toda la celebración. Es la oración más propia de los hijos, para
preparar la cual han precedido todas las otras oraciones. De la misma
forma que Dios ha inspirado los salmos y todas las otras fórmulas de
plegarias bíblicas para hacernos dignos de orar como nos enseñó su Hijo y
llamarle Padre. El Padrenuestro rezado tres veces al día – en Laudes,
en la Eucaristía y en Vísperas – es una práctica a la que aluden las más
primitivas fuentes cristianas, y que ahora ha sido restaurada. Todo
esto aconseja dar a este Padrenuestro final todo su valor. En las
celebraciones comunitarias habría que procurar que fuera siempre
cantado.
h) Oración final
Esta colecta viene a ser como la conclusión del Padrenuestro; para
significar su carácter particularmente doxológico conserva la conclusión
larga en la que se alude a las tres divinas personas, proclamando su
reino: «Vive y reina contigo (Padre) en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios, por los siglos de los siglos.» Vale la pena también subrayar
que esta colecta, que se sitúa al final de la celebración, vuelve a
tomar el mismo matiz del himno inicial: subraya el carácter propio del
día en los domingos, en las solemnidades y fiestas (e incluso en algunos
viernes), y de la Hora (mañana o noche) en las ferias del tiempo
ordinario. Es, sobre todo, a través del himno colocado al Comienzo y de
esta colecta colocada al final, que Laudes aparece como «oración de la
mañana» y Vísperas como «oración de la noche».
i) Conclusión del Oficio
Ésta se hace de dos formas, según que el Oficio sea comunitario y
presidido por el obispo, un presbítero o un diácono – ministros que
tienen la misión de convocar la asamblea y por ello también de
despedirla y disolverla – o que se rece en solitario o comunitariamente,
pero sin la presidencia de un ministro ordenado; en este último caso,
como el que preside no tiene ni la misión de despedir la asamblea ni la
representatividad de Cristo, se suprime tanto la fórmula de despedida
como la de bendición, y se limita a desear e implorar la bendición de
Dios.
IV. MODO DE UNIR LAS HORAS DEL OFICIO CON LA MISA
En casos particulares, cuando lo aconsejen las circunstancias, se puede llegar, en la celebración pública
o en común, a una unión más estrecha entre la misa y una Hora del
Oficio, según las normas que siguen. Para que sea factible esta
celebración unida, es condición indispensable que tanto la misa como la
Hora sean del mismo Oficio; según esto, habrá que tener en cuenta que
las primeras Vísperas de las solemnidades, domingos y fiestas del Señor
que coincidan en domingo no podrán celebrarse hasta que se haya
celebrado la misa del día precedente o del sábado.
La manera concreta de realizar la antedicha celebración es la siguiente:
1. Cuando la Hora del Oficio precede inmediatamente a la misa, la acción
litúrgica puede comenzar por la invocación inicial y el himno de la
Hora correspondiente, especialmente los días de feria, o por el canto de
entrada de la misa con la procesión y saludo del celebrante,
especialmente los días festivos.
A continuación se prosigue con la salmodia de la Hora correspondiente,
como de costumbre, hasta la lectura breve, exclusive. Después de la
salmodia, omitido el acto penitencial y, según la oportunidad, el Señor,
ten piedad, se dice, si lo prescriben las rúbricas, el Gloria, y el
celebrante reza la colecta de la misa. Después se continúa con la
liturgia de la palabra, como de costumbre.
La oración de los fieles se hace en su lugar y según la forma
acostumbrada en la misa. Pero los días de feria, en la misa de la
mañana, en lugar de formulario corriente de la oración de los fieles, se
pueden decir las preces matutinas de las Laudes.
Después de la comunión se canta el cántico de Zacarías o el de María,
según corresponda, con su antífona. Seguidamente, se dice la oración
para después de la comunión y lo demás, como de costumbre.
2. Cuando las Vísperas siguen a la misa, ésta se celebra, como de
costumbre, hasta la oración para después de la comunión, inclusive.
Dicha esta oración, comienza inmediatamente la salmodia de Vísperas.
Terminada la salmodia y omitida la lectura breve, se continúa con el
cántico de María, con su antífona, y, omitidas las preces y el
Padrenuestro, se dice la oración conclusiva y se despide al pueblo.
TABLA DE LOS DÍAS LITÚRGICOS
según las Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el Calendario
La precedencia entre los días litúrgicos, en cuanto a su celebración, se rige únicamente por la tabla siguiente:
1. El Triduo pascual de la Pasión y de la Resurrección del Señor.
2. Natividad del Señor, Epifanía, Ascensión, Pentecostés.
Los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua.
El Miércoles de Ceniza.
Las ferias de Semana Santa, desde el Lunes santo al Jueves santo, ambos inclusive. Los días dentro de la octava de Pascua.
3. Las solemnidades del Señor, de la Santísima Virgen y de los santos inscritas en el Calendario general.
La Conmemoración de todos los fieles difuntos.
4. Las solemnidades propias, o sea:
a) La solemnidad del patrono principal del lugar, del pueblo o de la ciudad.
b) La solemnidad de la dedicación y el aniversario de la dedicación de la iglesia propia.
c) La solemnidad del titulo de la iglesia propia.
d) La solemnidad del titulo, del fundador o del patrono principal de la orden o de la congregación.
II
5. Las fiestas del Señor inscritas en el Calendario general.
6. Los domingos del tiempo de Navidad y los del tiempo ordinario.
7. Las fiestas de la Santísima Virgen y de los santos inscritas en el Calendario general.
8. Las fiestas propias, o sea:
a) La fiesta del patrono principal de la diócesis.
b) La fiesta del aniversario de la dedicación de la iglesia catedral.
c) La fiesta del patrono principal de la región o de la provincia, o de la nación o de un territorio más extenso.
d) La fiesta del titulo, del fundador, del patrono principal de la orden
o de la congregación y de la provincia religiosa, salvo lo prescrito en
el número 4.
e) Las otras fiestas propias de alguna iglesia.
f) Las otras fiestas inscritas en el Calendario de cada diócesis, orden o congregación.
9. Las ferias de Adviento desde el 17 al 24 de diciembre, ambas inclusive.
Los días dentro de la octava de Navidad.
Las ferias de Cuaresma.
III
10. Las memorias obligatorias inscritas en el Calendario general.
11. Las memorias obligatorias propias, es decir:
a) La memoria del patrono secundario del lugar, de la diócesis, de la
región, de la nación, del territorio más extenso, de la orden o de la
congregación y de la provincia religiosa.
b) Las otras memorias obligatorias propias de alguna Iglesia.
c) Las otras memorias obligatorias inscritas en el Calendario de la diócesis, de la orden o de la congregación.
12. Las memorias libres, las cuales pueden celebrarse también en los
días mencionados en el número 9, de acuerdo con las normas particulares
descritas en los Principios y Normas generales del Misal romano y de la
Liturgia de las Horas.
En la misma forma, las memorias obligatorias que accidentalmente
coincidan con las ferias de Cuaresma pueden celebrarse como memorias
libres.
13. Las ferias de Adviento hasta el día 16 de diciembre inclusive.
Las ferias del tiempo de Navidad desde el día 2 de enero hasta el sábado después de Epifanía.
Las ferias del tiempo pascual, desde el lunes después de la octava de Pascua hasta el sábado anterior a Pentecostés inclusive.
Las ferias del tiempo ordinario.
CONCURRENCIA DE VARIAS CELEBRACIONES
Cuando concurran varias celebraciones, se celebra aquella que en la
Tabla de los días litúrgicos ocupe el lugar superior. No obstante, la
solemnidad impedida por un día litúrgico de mayor precedencia se
transfiere a la fecha más cercana en que no se tenga ninguna de las
celebraciones señaladas en los números del 1 al 8 de la Tabla de
precedencia, observando lo prescrito en el número 5 de las Normas
universales sobre el año litúrgico y sobre el Calendario. Las demás
celebraciones se omiten aquel año.
En el caso de que hayan de celebrarse las Vísperas del Oficio del día y
las primeras Vísperas del día siguiente en un mismo día, tienen
preferencia las Vísperas de la celebración que ocupa un lugar superior
en la Tabla de los días litúrgicos; en caso de paridad, prevalecen las
Vísperas del Oficio del día.
fuente: Liturgia de las horas para los fieles
Edidión 2002.
Cómo se reza